
Hace unos días se puso en cuestión el nombre de una calle dedicada a Henry Morton. Recordamos.
El historiador Ramón Jiménez Fraile, nos da su versión desde Bruselas:
CARTA ABIERTA:
Con los callejeros de las ciudades pasa como con los tatuajes: antes tenías que acarrear de por vida la dedicatoria grabada en la piel a la persona a la que dedicaste tu amor eterno pero que acabó por convertirse en tu peor enemigo. Ahora, gracias al láser, retirar un tatuaje lo más que te puede ocasionar es un sonrojo, el mismo que te puede provocar descubrir la historia que se esconde detrás del nombre de tu calle o la de tus convecinos.
Me llegan ecos de la inquietud, por no decir indignación, de algunos gasteiztarras que se han percatado de que en su día Vitoria-Gasteiz dedicó una calle a Henry Morton Stanley en el barrio de Borinbizkarra. Puesto que es posible que mis investigaciones acerca de las estancias de Stanley en Álava, y en particular su encuentro en 1873 con Manuel Iradier, hayan contribuido a que los responsables del callejero gazteitarra se fijaran en su día en ese personaje, me veo en la necesidad de decir lo que pienso al respecto.
Lo primero que me viene a la mente es constatar lo mal que lo llevan últimamente los personajes históricos: quienes hasta hace poco eran considerados héroes están a un golpe de “click” y 144 caracteres de “twitter” de pasar a engrosar la categoría de villanos. Con esto del V Centenario de la primera vuelta al mundo leí el otro día que un conferenciante dudaba en si debemos considerar a Juan Sebastián Elcano un héroe o, como él decía, un “genocidiario”. Si tan crudo lo tiene alguien de Getaria, ¿cómo no era de esperar que acabara por sentarse en el banquillo de los acusados un decimonónico anglosajón, a la sazón galés, que representa la avanzadilla del colonialismo en el interior de África?
Quiero imaginar que la decisión del ayuntamiento gasteiztarra consistente en dedicar una calle a Henry Morton Stanley tuvo que ver con la importancia que revistió este personaje para Manuel Iradier, de quien fue mentor, y con los elogios que dedicó desde las páginas del “New York Herald” e incluso en su Autobiografía a Vitoria y Álava, en particular al Valle del Zadorra del que Stanley fue un gran admirador. Estos dos aspectos – su encuentro con Iradier y sus piropos a Álava – remontan a la época en la que Stanley era un reportero que había alcanzado cierta notoriedad al haberse reunido con el Dr. Livingstone en el centro de África con el mero afán de entrevistarle.
Sería después de una nueva misión periodística en África, en el transcurso de la cual fue el primero en recorrer el curso del Río Congo, que Stanley entraría al servicio del rey de los belgas Leopoldo II, colaboración que acabaría resultando fatal para el galés puesto que el monarca belga acabaría por ser considerado por algunos, y no exagero, uno de los mayores genocidas de todos los tiempos.
En realidad, Stanley vino a ser para el Congo Belga lo que Cristóbal Colón para la América española. La última vez que regresó Colón de tierras americanas lo hizo encadenado para ser juzgado en España, de la misma manera que pocos saben que Stanley acabó siendo apartado de los asuntos del Congo un Leopoldo II molesto por las ideas favorables a los congoleños que tenía Stanley. El propio Edmund Morel, máximo responsable de la campaña internacional contra Leopoldo II, escribió un obituario a la muerte de Stanley, acaecida en 1904, en el que dijo que el estado de salud del reportero metido a explorador le impidió al final de su vida “darse cuenta de que su labor en el Congo había sido prostituida para servir a fines innobles”.
En cuanto a los reproches que dedicaron a Stanley sus colegas exploradores acerca de un supuesto uso desmedido de la violencia hacia los africanos, resulta indudable que la exploración del interior de África fue un fenómeno envuelto en la violencia, y en el caso del Congo no sólo provocada por los exploradores geográficos, sino de manera endémica por esclavistas de todo pelaje, en particular en la zona de los Grandes Lagos por los arabo-suajiles procedentes de Zanzíbar. Para hacerse una idea del clima de violencia que se vivía en el interior de África en el que penetraron los exploradores decimonónicos europeos, basta indicar que unos dos millones de nativos fueron vendidos como esclavos a lo largo del siglo XIX tan solo en la costa oriental africana.
Es cierto que Stanley y sus hombres utilizaron las armas contra nativos, según ellos siempre que la situación extrema así lo exigía. También es cierto que fueron muy pocos los exploradores de África de la época que no tuvieron que recurrir a las armas. Del propio Pierre Savorgnan de Brazza, e incluso del idealizado David Livingstone, existen testimonios que indican que utilizaron sus fusiles. “Son cosas que se pueden hacer, pero no decir”, comentó a Richard Burton un colega explorador que acabaría convirtiéndose en gobernador colonial británico.
Nuestro Manuel Iradier se tuvo que emplear a fondo cuando “unos trescientos pamues completamente desnudos, armados de espingardas y de machetes, pugnaron por subir a la balandra” con la que navegaban en el País del Muni. Afortunadamente, Iradier y sus acompañantes solo tuvieron que usar las culatas y no las balas de sus rifles para salir vivos del lance.
En cuanto a la leyenda negra que envolvió y sigue envolviendo a Henry Morton Stanley, he identificado tres focos de hostilidad hacia su persona que explicarían el fenómeno: el “establishment” británico que se mostró reacio a reconocer sus innegables méritos, empezando por su rescate del Dr. Livingstone; los órganos de prensa rivales que hicieron todo lo posible para minusvalorar los logros de quien a fin de cuentas era un simple reportero, y los propios exploradores coetáneos, en su gran mayoría militares, a los que el galés puso muchas veces en evidencia.
En resumidas cuentas, la vida de Stanley en su vertiente de explorador africano (no la de admirador de la Llanada Alavesa ni consejero de Iradier) estuvo y está envuelta de polémica, como el Congo que abrió a la civilización estuvo y está envuelto en la injusticia: ayer la de la esclavitud, el caucho y el marfil; hoy la del coltán, las enfermedades y las guerras.
Dicho esto, habiendo tenido la suerte de poder documentarme y reflexionar sobre estos asuntos, me ofrezco a participar en los debates que se estimen oportuno, comprometiéndome a aportar informaciones que vayan más allá de chascarrillos propios de “Wikipedia”. Luego, que cada uno piense lo que buena, o malamente, quiera.
Ramón Jiménez Fraile